EL FOTUTO:
Eslabón de dos culturas.
Sergio Reyes II.
Un
ululante sonido, que parece susurro y evoca gemidos viaja encabritado
en las ondas del viento, penetra entre ramas, flores silvestres y
enredaderas en la enmarañada sucesión de enhiestos pinares y otros
exponentes que conforman la floresta de la serranía y luego de rebasar las
altas copas de estos, se expande en el espacio, se proyecta en todas
direcciones y se hace dueño del entorno, difundiendo un sutil mensaje,
unas veces sociable y fraternal, otras tantas combativo, que enlaza
multitudes, transmite sentimientos y hace evocar eventos gloriosos,
épicas libertarias y legados comunes, que perviven, todavía, en la
conformación social de los pueblos que ocupan la Isla Hispaniola.
Un
curioso pasadizo, a manera de laberinto, ubicado en el interior de una
concha de caracol marino a la que previamente se le ha producido una
abertura en el vértice, es el origen de donde emana el penetrante y
sostenido clarín. De tal suerte, al ser soplado con toda la fuerza de
los pulmones, cual si fuese una trompeta, este ingenioso artefacto
extiende su utilidad, acorde a las necesidades y conveniencias del
usuario, mas allá del mero aprovechamiento con fines culinarios del
apetecido lambí, molusco ampliamente conocido en el ámbito de las
antillas y que –dígase de una vez- usa el caracol a que nos venimos refiriendo como albergue, armadura y medio de desplazamiento.
La presencia numerosa de los restos del Caracol de Lambí (Strombus gigas),
asociada a vestigios indígenas y asentamientos humanos pertenecientes a
los primeros pobladores de La Hispaniola, ha sido reportada por
calificados científicos y arqueólogos de nuestro país y el extranjero.
Esto ha permitido conocer aspectos importantes en relación con los
componentes básicos de la dieta alimenticia de dichos pobladores. De
igual manera, el uso de dicho instrumento con fines musicales o en ritos
religiosos entre los Taínos, ha quedado patentizado en las obras de los Cronistas de Indias y demás investigadores y estudiosos de nuestro pasado histórico.
La
acuciante necesidad de mano de obra para ser usada en las minas y
plantaciones así como en la construcción de villas y ciudades, acorde al
proyecto de conquista y expansión colonialista impuesta en el entorno
antillano y luego trasplantada a todo el continente americano por los
ejecutores y propulsores de la Hazaña del Descubrimiento,
dio pie al establecimiento de la trata negrera y a la implantación de un
horroroso sistema basado en el secuestro de hombres y mujeres en su lar
nativo del continente africano –principalmente-, para ser trasladados,
inicialmente a las antillas como base fundamental para el criminal
negocio de la compra y venta de seres humanos en condición de esclavos y
luego al resto del continente americano.
Las páginas de nuestros textos de historia están saturadas de las narraciones alusivas a los vaivenes y penurias
padecidos de manera conjunta por los pobladores taínos y los exponentes
de las diferentes etnias africanas extrapolados a estas tierras. De
igual forma, acuciosos investigadores que han hurgado en el horroroso
calvario de abusos, suplicios y exterminio que aquellos infelices
hubieron de padecer nos han permitido conocer, de primera mano, la forma
en que indio y negro -America y África, vale decir-
mancomunaron sus penurias, hermanaron sus aflicciones y con sus
energías y habilidades sometidas a las más duras pruebas, pudieron
violentar el poder colonial y alzarse en las montañas, tras la
desesperada búsqueda de la libertad y la redención.
Guiado
por el trepidante repique de un tambor, el uno, y el ululante soplido
del fotuto, el otro, que en acompasados toques, a manera de avisos
codificados en clave indicaban, a cada cual según el caso, el escondite
seguro así como la llegada o cercanía del enemigo -representado en el
conquistador-, estas dos razas se fueron asimilando y hermanando en la
desgracia común.
Las
sierras de Neyba y Bahoruco constituyeron el enclave original del
despertar libertario de estas razas esclavizadas. En los puntos más
altos y escabrosos de las serranías, el cacique Enriquillo y sus huestes
de bravos guerreros habrían de hacer fracasar, una vez tras otra, los
encarnizados ataques y múltiples incursiones encaminadas por los
encomenderos españoles en pos de doblegarles y devolverles a su
condición de esclavos.
Aunque en menor medida, en una primer etapa los esclavos de ascendencia africana también terminaron siendo contagiados
por los conatos de ansias libertarias escenificados por los indígenas y
a medida que fueron tomando conocimiento del territorio, el fenómeno se
fue extendiendo y terminó por convertirse en un grave dolor de cabeza
para los colonizadores y esclavistas, a tal extremo que hoy puede
afirmarse, sin temor a exageraciones, que gran parte de los hechos que
conforman la historia de la República Dominicana y Haití tienen por base
los acontecimientos suscitados a partir de aquellas fugas masivas de
esclavos, que en su momento fueron denominadas Cimarronadas, así como el ulterior establecimiento de dichos alzados en asentamientos o poblaciones libres denominadas Manieles o Palenques,
en un territorio que se extendía por toda la parte montañosa del centro
de la isla, ocupando amplios espacios en la Cordillera Central (San
José de Ocoa, San Juan de la Maguana, Restauración y parte del
territorio actual de Haití) y las sierras de Bahoruco y Neyba, en la
porción sur central, entre otros lugares de la isla Hispaniola.
La
notable influencia del sincretismo o cruce de culturas entre los
pobladores originarios de la isla y los esclavos africanos importados a
estas latitudes ha quedado plasmado, como lección de la Historia, en la
gallarda y vigorosa estatua colocada en la rotonda frontal del Palacio
de Gobierno entronizado en Puerto Príncipe, Capital de Haití.
Dicha escultura, erigida en memoria del Esclavo Desconocido,
rememora las hazañas de Makandal y Boukman, pionero y mártir de la
sublevación libertaria, el primero, y continuador y líder inicial de la
revolución que echó por tierra el poder esclavista y hegemonista francés
en la parte Este de la isla y estableció las bases para la
instauración, en 1804, de la Republica de Haití, primer nación negra del
mundo libre, el segundo.
En
dicha obra, su autor nos retrata la vigorosa imagen de un negro esclavo
que, con toda su bravura y coraje puestos en tensión, hace esfuerzos
por levantarse hacia el infinito, en apoyo a la rebelión que ha de
redimir a su raza y a su pueblo. Apretado con frenesí, en sus manos
tremola un fotuto, al momento de ser soplado.
Y
este instrumento no es otro que aquel que fuese recibido como legado,
cuasi relevo, de la extinta raza taína y que habría de ser usado de
manera ingeniosa y sutil como medio de comunicación por las oleadas cada
vez más numerosas de cimarrones a lo largo de los años, para incitar,
convocar, organizar y dirigir a los contingentes de antiguos esclavos
que, contando tan solo con sus ansias de libertad y escasísimo armamento
habrían de derrotar en una cruenta y prolongada lucha al sofisticado y
supernumerario ejército napoleónico, encabezado inicialmente por Víctor
Manuel Leclerc y continuado, a la muerte de éste, por el Conde de
Rochambeau.
Con
el paso de los años, este simbólico legado taíno ha seguido prestando
sus valiosos servicios en nuestro país, en el orden cultural, asociado a
festejos de tipo folklórico así como a actividades del orden
socioeconómico, principalmente en comunidades pobres, del ámbito rural.
De
tal suerte, podemos ver en el presente, durante la conmemoración
cristiana de la Cuaresma, la escenificación del culto religioso conocido
como Gagá, en las áreas de alta incidencia de grupos sociales y
raciales ligados a la industria cañera, así como en pueblos y
comunidades establecidos a ambos lados de la franja fronteriza.
En
el curso del montaje y desarrollo de esta actividad socio-religiosa de
origen afro antillano, el uso del Fotuto está destinado a marcar e
inducir algunas de las secuencias de los bailes y coreografías
escenificadas.
Por
otra parte, constituía una práctica común en el pasado el uso del
fotuto como medio de comunicación para anunciar a los habitantes de
comarcas rurales, sub-urbanas o costeras la llegada o existencia de
carne o pescado en los correspondientes establecimientos de expendio y
venta.
El
amplio dominio de los medios de comunicación imperante en los tiempos
modernos ha convertido en obsoleto este ingenioso sistema de información
y comercio, basado en el uso del valioso legado indígena.
Otro
tanto parece haber ocurrido con la colocación de caracoles de lambí,
con fines de veneración póstuma, en los túmulos y otras estructuras
funerarias, tal como observamos hace cierto tiempo en algunas tumbas del
cementerio de Bánica, en el centro de la zona fronteriza del suroeste
dominicano.
Dada
la considerable distancia existente entre dicha población y las costas
de la isla, viajando hacia el Sur, Norte o el Oeste, en aquella ocasión
nos extrañó sobremanera observar la gran cantidad de caracoles de lambí
que adornaban la parte superior de un numero elevado de tumbas.
Evidentemente,
dichas piezas habían sido transportadas desde áreas costeras hasta allí
para ser usadas como parte de los ritos y celebraciones del culto a los
muertos.
O tal vez –y en este punto el suscrito podría estar elucubrando y dejando volar la imaginación-,
los finados cuyos despojos mortales descansan allí fueron parte
protagónica, en el curso de sus vidas, de aquellos aciagos sucesos que
desencadenaron la revuelta heroica y condujeron al noble pueblo haitiano
a su liberación?
La
conformación y estructura de las añejas tumbas contienen elementos
distintivos que las diferencian, a grandes rasgos, de las construcciones
típicas dominicanas, acorde a los cánones y usos funerarios,
mayoritariamente católicos, entronizados en el país. Por demás, la
ubicación de las comunidades de Bánica y Pedro Santana -en plena frontera, separadas apenas de territorio haitiano por el curso del Río Artibonito- permite suponer que, en efecto, los
fallecidos enterrados en estas tumbas pudiesen haber sido integrantes
de las comunidades cimarronas establecidas en la región, o bien se trata
de ciudadanos del vecino país que, en sus años de vida tuvieron algún
tipo de relación, directa o indirecta, con los hechos y circunstancias mencionadas.
En
visitas recientes al camposanto de marras pudimos notar la desaparición
total de los caracoles de lambí que adornaban, como un vistoso elemento
cultural de recordación póstuma, la parte superior de las citadas
tumbas. Esta acción, que bien podría ser calificada de profanación, con
cierto sesgo de prejuicio cultural, religioso o racial, de la que solo
se salvaron los pedruscos redondeados que también formaban parte del
ornamento, se constituye en un poderoso obstáculo que dificulta el
esclarecimiento de esta incógnita, a los fines de la investigación
antropológica e histórica de nuestras raíces culturales.
Sin
embargo, confiado estoy en que hombres y mujeres del quehacer cultural,
haciendo un uso adecuado de las técnicas de investigación científica,
podrán, algún día, desentrañar el misterio.
Mientras
esto ocurre, profundicemos los esfuerzos en conocer e inculcar en
nuestros hijos el apego al valioso legado que aún sobrevive de nuestros
antepasados, y al observar en las vitrinas y paneles del Museo del Hombre Dominicano
algún antiguo ejemplar del caracol de lambí dediquemos aún sea un
minuto para imaginar que escuchamos el soplido ululante, cuasi gemido,
con el que aquellos esclavizados hombres imploraban a sus dioses y guías
en procura de apoyo ante los desmanes e injusticias encaminados en
estas tierras por los adalides de la Conquista, Colonización y supuesta Evangelización de América.
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