En el Cerro Capotillo se respiran aires de heroísmo y libertad.
Sergio Reyes II.
Siguiendo
un accidentado sendero que por momentos desaparece entre la profusa
vegetación compuesta por yerbajos y arbustos, vamos ascendiendo por un
agreste y rocoso terreno en el que se abren espacio
erectos pinos, apacibles peralejos, espinosos cambrones y apetitosas
guayabas y caimitos, entre otras variedades vegetales endémicas o
trasplantadas en sucesivas jornadas de reforestación implementadas en la
zona.
A
ratos, la empinada pendiente y la falta de caminos adecuados que
faciliten el desplazamiento y ascenso nos dejan sin aliento, ocasión que
aprovechamos para mirar en derredor, observar un palmo del panorama
circundante y pasar balance al trecho dejado atrás y lo que nos falta
por recorrer.
Auxiliados
por alguna ramita recogida en el camino, a la que hemos asignado la
valiosísima función de bastón, vamos acelerando el paso y desbrozando el
camino y a poco, con frenéticos trancos que amenazan con hacernos
rodar, ladera abajo, por culpa de los guijarros que aguijonean nuestros
pies, quedamos plantados en un pequeño espacio circular que, a manera de
altiplano, se erige en la cima del Cerro Capotillo.
La infinita belleza del lienzo tricolor de formidables dimensiones que ondea en el punto mas alto de
un mástil colosal emplazado en el lugar, apenas nos da tiempo a
reponernos del agotamiento provocado por el tortuoso ascenso. Sin
embargo, la frescura de los vientos y el magnificente espectáculo que
nos ofrece la batalla campal escenificada en estos momentos entre las
poderosas ráfagas desencadenadas al unísono y desde todas direcciones,
en su vano intento por acorralar y doblegar a la heroica bandera
nacional, se constituye en reconfortante estimulo y nos disipa el
cansancio.
A
pesar de no contar con una considerable altura, la privilegiada
posición que ocupa esta simbólica atalaya la convirtió en el lugar
señalado por el destino para el inicio y desencadenamiento de
trascendentales capítulos en la Historia de la República Dominicana.
Desde su pequeña meseta puede observarse a simple vista la imponente
silueta de la Cordillera Central, en su gallardo recorrido entre tierras
de nuestra nación y el vecino país de Haití. Si giramos el rostro hacia
el Este nos topamos con los cerros Chacuey y Las Mercedes, con sus
crestas y laderas erizadas de pinos, los cuales se levantan como celosos
guardianes de Loma de Cabrera y otras poblaciones aledañas.
Un poco al sureste, los cerros de La Garrapata, Pico del Gallo -en donde nace el legendario Río Dajabón o Masacre-
y otras macizas elevaciones en la ruta hacia Restauración, dominan por
completo el panorama, llenándolo de un intenso verde vegetal que nos
llena de satisfacción.
Hacia
el Norte y Noroeste el terreno experimenta ligeras ondulaciones en las
que predomina la Llanura de David, que se extiende desde Capotillo hasta
Don Miguel corriendo pareja con la delimitación fronteriza.
Colocados
en esta privilegiada posición podemos observar los villorrios del lado
haitiano así como los diferentes caseríos establecidos en el curso de la
carretera que se desplaza, del lado dominicano, hasta la ciudad de
Dajabón.
No
muy distante, las estribaciones del Cerro Juan Calvo nos remontan a
relatos de heroísmo y tenacidad, protagonizados por el general Desiderio
Arias y otros legendarios personajes de la región que se destacaron en
los conflictos de finales del Siglo XIX y las primeras décadas del siglo
XX. Mas allá, se observan las poblaciones de Juana Méndez y Dajabón,
hermanadas por la vía del comercio en el interés común de paliar el
atraso y el subdesarrollo, y, a lo lejos, en lontananza, una silueta
borrosa que semeja la figura de un camello de formidables dimensiones
devela ante nuestros ojos la topografía del mítico Cerro del Morro,
elevación que forma parte inseparable de la ciudad de Monte Cristi,
distante mas de 50 kilómetros, en línea recta, desde donde nos
encontramos.
Con
tales atributos, se puede entender de inmediato los elementos que
confluyeron para que esta estratégica atalaya fuese escogida como el
lugar propicio para iniciar el desencadenamiento de importantes eventos
insurreccionales que cambiaron de manera radical el curso de nuestra
historia.
Por
ello, siguiendo el mandato del destino, un grupo de 14 patriotas entre
los que descollaban Santiago Rodríguez, Eugenio Belliard, José Cabrera,
Sotero Blanc y Benito Monción, se apersonaron en aquella empinada lometa
la madrugada del 16 de agosto de 1863, provenientes de la población
haitiana de La Visite, en donde habían recibido refugio, sustento
y pertrechos, y, al clarear el día, luego de izar la bandera tricolor
dominicana, dar lectura a la proclama que amparaba la acción
revolucionaria y pronunciar a viva voz el juramento de Ser libres o morir!,
contando con el abrigo de la enmarañada vegetación predominante en la
zona y su amplio conocimiento de la topografía, se adentraron por
diferentes caminos a través de las llanuras y serranías de la Línea
Noroeste, con el pecho erguido y la frente en alto, dispuestos a
enfrentar al ejercito español que ocupaba el territorio nacional en
ejecución del bochornoso capitulo de La Anexión.
La Guerra de la Restauración,
como hubo de ser llamada, se convirtió a partir de entonces en un
cruento conflicto bélico y un hervidero de heroísmo en el que habrían de
destacarse, además de los conjurados iniciales, otros ilustres
paladines de nuestra libertad. Como llamaradas de fuego que se extienden
a pasos agigantados dentro de un crepitante cañaveral, asimismo se
diseminó la insurrección en los múltiples poblados de La Línea Noroeste,
Santiago y las principales demarcaciones del Cibao, del Este y del Sur
del país, quedando relegadas las orgullosas y poderosas fuerzas
hispánicas al perímetro de Santo Domingo, la ciudad de Puerto Plata y,
transitoriamente, el puerto de Monte Cristi y algunos puntos
estratégicos de la ciudad, tales como la fortaleza.
La
suma de influyentes adeptos a la causa, el apoyo resuelto del
campesinado, la burguesía agraria comercial y urbana así como la
superación de errores internos, ambiciones desmedidas y divergencias
pueriles surgidas en el seno del equipo de dirección política y militar
del movimiento, solidificó y mancomunó el accionar de los restauradores,
a la cabeza de los cuales brilló la estrella de Gregorio Luperón,
Gaspar Polanco, Benito Monción, Ramón Matías Mella y otros gallardos
generales experimentados en las artes de la revolución y la guerra de
guerrillas.
Enarbolando
los postulados del republicanismo democrático y como representantes del
progreso económico, social y político en esa época histórica, los
citados sectores sociales junto a los más aguerridos soldados de la
patria condujeron, certeramente, el mayor movimiento armado que había
conocido el país en toda su existencia, incluido su periodo colonial.
El
conflicto habría de concluir, casi dos años después, con la salida de
suelo patrio del derrotado ejército español, en 1865. A partir de
entonces, el pueblo se enrumbaría, por segunda ocasión, por los caminos
de la construcción y solidificación de la Patria Libre y Soberana.
El
lugar que sirvió de refugio de aquellos valientes revolucionarios en el
inicio de su ardiente cruzada en aras de la recuperación de la
conculcada soberanía se constituye, en el presente, en sitio de
veneración -cuasi peregrinaje- en homenaje a la memoria de los
prohombres que ofrendaron sus vidas para que hoy podamos preciarnos de
vivir en una nación soberana e independiente.
Para
que no se los lleve el viento ni la ingratitud del olvido, sus nombres
han sido grabados en portentosas moles de granito que forman parte del
descollante Monumento a la Restauración que se levanta al pie del cerro,
el cual fue construido por el gobierno dominicano en 1986 y sometido a
diversas reparaciones y adecuaciones en fechas posteriores.
Importantes
eventos de la historia nacional alusivos a esta gesta libertadora
brindaron la inspiración adecuada al artista Prats Ventós para la
recreación de impactantes murales que adornan el frontis de uno de los
pabellones del monumento y la escultura en hierro forjado, que semeja
una llama flamígera y es de la autoria del Gral. (Ret.) Ramiro Matos
González, con su sutil simbolismo nos recuerda el compromiso sagrado de
mantener latente en el sentir de todos los dominicanos la llama augusta de la libertad.
Mientras
evoco estas cosas y escucho el estruendo producido en las alturas por
la garbosa bandera dominicana, en su incesante batallar contra las
fuerzas poderosas de la naturaleza, vienen a mi mente las palabras con
las que el historiador P. M. Archambault reseña el inicio de la
contienda:
“… Tomaron
posesión del Cerro de Capotillo Español durante la noche, izaron la
bandera que había cosido con sus propias manos el maestro sastre y
activo agitador Humberto Marzán y aguardaron que el sol anunciara por
oriente para hacer vibrar los parches bélicos y las trompetas del honor,
en la diana histórica que había de repetirse desde entonces, cada
mañana, para siempre”.
Y
con el corazón henchido de orgullo patrio y, en cierto modo, un poco de
desgano al tener que retirarme de este acogedor y heroico escenario,
voy descendiendo la cuesta, lentamente, sintiendo resonar en mi cabeza,
como aldabonazos, los nombres de aquellos catorce colosos que, con su
ejemplo, catapultaron en la historia la importancia del Grito de Capotillo.
Gloria eterna a su memoria!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentar No Cuesta Nada, Pero Si Vas A Comentar Por Favor De Respectar Los Demas Comentarios Y No Dejar Malas Palabras.
Respecta Para Que Te Respecten..